PEDRO INFANTE: EL ETERNO ÍDOLO DEL PUEBLO

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“Yo lo conocí, nada más que ahora se ocultaba de la gente. Ya no tenía esa figura atlética que le recordaba de las películas; ahora había perdido musculatura y caminaba chueco, un poco encorvado. No le gustaba decir quién era, pero cuando estaba contento y le daba por cantar, pronto sabíamos quién era nuestro inquilino, aquí en este edificio. Pero era él: Pedro Infante, ni más ni menos. La voz era muy parecida, aunque le había cambiado, si no fuera por las desafinadas que pegaba y por lo ronco, cualquiera se habría dado cuenta de que era el mismo intérprete inmortalizado en los discos. Aquí vivió como diez años antes de que se mudara, pues huía del pasado, siempre del pasado. Negaba que fuera el carpintero de Guamúchil, pero  con verle las manos, uno sabía que se había dedicado a eso. Créame o no: Pedrito no se mató, saltó a tiempo desde el avión y fue a caer en un árbol de naranjas, pero del golpe se le deshizo la cara. Por eso no se le reconocía así como así; mi mujer aún recuerda las cicatrices que le quedaron. No le daba pena que lo vieran; ¿se da cuenta? Hasta en eso siguió siendo bien sencillo…”   

Diversas leyendas como la anterior, no hacen sino mantener vigente la imagen de Pedro Infante, el artista más querido y admirado de la época denominada de Oro en el espectáculo mexicano. Quienes lo admiran y le han conocido sólo por el cine televisado y sus canciones de variados estilos, se aferran a su imagen como el testimonio de un pasado casi perfecto, de un pasado de ensueño donde el amor, la lealtad, el valor y la honradez se exaltaban en una sociedad que se transformaba gradualmente.

Pedro Infante Cruz nació un 18 de noviembre de 1917, a las dos y media de la madrugada, en el domicilio ubicado en la calle Constitución número 88, en el puerto de Mazatlán, Sinaloa. Sin embargo, el propio artista haría referencia a la ciudad de Guamúchil como su cuna de origen. Al parecer, fue la tierra que más quiso por todos los recuerdos que atesoraba de sus años infantiles transcurridos entre juegos, travesuras y una conciencia clara de la pobreza en la que le había correspondido vivir.

Como estrella de éxito, Pedro afirmaba que en el mundo del espectáculo algunos aspectos eran superficiales y efímeros. Por ello, decidió aislarse del artificio de ese medio y procuró nunca cambiar su habitual forma de ser. Quienes lo conocieron afirman que no perdió el piso cuando su cuenta bancaria se incrementó al instante en que sus películas y canciones se volvieron exitosas. La fama se le vino de golpe, pero se mantuvo como un hombre del pueblo, a veces amedrentado por su propio brillo, como si se sintiera culpable de ser el ídolo del momento. Él pensaba que dicha situación era pasajera; ya ocurría así con ciertos actores de la época que filmaban un puñado de buenas películas y luego desaparecían discretamente.

Además, Infante no era ajeno a las acusaciones de los críticos cinematográficos que aseguraban que era un simple carpintero venido a más: le acusaban de ser un simple experimento ‘populachero’ de Ismael Rodríguez, cineasta que le diera la escuela interpretativa de cara a las pasiones del pueblo. Por tanto, no podía ignorar los ataques de algunos periodistas que le desdeñaban por no considerarle un actor serio.

Quienes lo trataron en foros de grabación, caravanas artísticas y estudios de radio, hoy nos dicen que era el mismo provinciano a quien le daba por gastar bromas como si nada alterara su vida. Pues, al final de todo, él era afortunado por gustarle a su público; aunque en ocasiones llegaba a incomodarse con la fama que no le permitía ser del todo libre: su imagen no pasaba inadvertida si se aventuraba a caminar en algún lugar y la gente se le abalanzaba en busca de un saludo, autógrafo o un beso.

Pedro fue un niño humilde que comenzó a laborar en diversos quehaceres hasta llegar al de carpintero: “Era el oficio de Cristo”, solía decir con orgullo. Contribuyó a los gastos de la familia y fue atraído al mismo tiempo al mundo de la música, pues su padre, don Delfino Infante, era músico de profesión.  Avanzado algunos años, incursionó en la orquesta La Rabia de Culiacán, conjunto en el que aprendió el dominio de la batería, la guitarra y la dirección; se cuenta que ahí también tocaba el piano, el violín y la guitarra hawaiana.

En busca de mejores aspiraciones económicas, decidió viajar a la capital del país en compañía de su novia María Luisa León. Si pensaba que en la gran urbe las cosas eran más sencillas e inmediatas, un cuadro de pobreza muy pronto le hizo constatar lo contrario. Rechazado de audiciones radiofónicas enfrentó descalabros dignos de matar la aspiración artística de cualquier hombre. Logró sobreponerse, tuvo que estrechar relaciones y educarse la voz para pedir una nueva oportunidad en la radio; más tarde, obtuvo un contrato discográfico que lo llevó al cine. Todo en ese orden.

Su nombre, entre adulaciones y críticas, llenó las revistas y diarios de la época; sus temas musicales se convirtieron en éxitos radiofónicos y se escuchaban en las sinfonolas de los pueblos. Sus películas registraban excelentes taquillas y en los teatros de variedades la gente se aglomeraba en busca de un boleto para verle. Obtuvo fama y fortuna, ayudó económicamente a los suyos y fundó un estilo artístico muy imitado en la actualidad por las nacientes figuras del canto y la pantalla.

A 60 años de su deceso, aún permanece la melancolía de haberlo perdido un trágico Lunes Santo del 15 de abril de 1957 en un aparatoso accidente aéreo, ocurrido en la ciudad de Mérida, Yucatán. Fue afanosa la tarea de identificar su cadáver, casi reducido a cenizas, entre esa mezcla de hierro retorcido, fuego y humo. En una caja metálica, sellada a la mirada de los curiosos, se depositaron sus restos para introducirlos en un ataúd sencillo. Más tarde, se le cambió a un féretro gris metálico para homenajearlo en el Teatro Jorge Negrete y sepultarlo en el Panteón Jardín.

Como suele suceder en la mitología social, le han visto vivo. Algunos aseguraban que no falleció, sino que decidió ocultarse porque tenía diversos problemas en su vida. Es el rasgo que ha caracterizado por muchos años su mito. Existen diversos relatos en los que el artista optó por el enigma y decidió echar tierra a un pasado glorioso.

El único hecho indiscutible es que las leyendas logran vencer el olvido, la muerte, el hastío y la indiferencia. Desde aquel trágico día de su partida, Pedro Infante lleva sobre sí la admiración, el cariño y la devoción que un pueblo le profesa, pues su historia crece y se transforma con el paso del tiempo.

Es el trovador de México que conquista con sus canciones; el hombre sonriente y pícaro que despierta simpatía; el galán que no envejece en sus películas; el amigo fiel y justo que está a nuestro lado; el eterno ídolo de varias generaciones que a los pies de su sepultura le rinden homenaje.

¿Algún día se dejará de recordar su vida en el imaginario colectivo? Al parecer, eso es impensable.

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